Les Colonizades y la Bomba Atómica: Introducción
Léopold Lambert

¡Bienvenides, bienvenidas y bienvenidos al número 60 de The Funambulist, con el que concluye el décimo año de publicación de la revista! En años pasados, hemos dedicado números conmemorativos al 150 aniversario de la Comuna de París de 1871 (número 34, marzo-abril de 2021) o al 60 aniversario de la independencia de Argelia (número 42, julio-agosto de 2022). Este número conmemora un aniversario menos glorioso, los 80 años de los bombardeos nucleares estadounidenses sobre las ciudades japonesas de Hiroshima y Nagasaki, el 6 y el 9 de agosto de 1945, que causaron la muerte de más de 200,000 personas en dos devastadoras explosiones. Sin duda, muchas otras publicaciones reflexionarán sobre este aniversario en agosto, pero tengo la sensación de que este número será un tanto distinto.

Map Nuclear Interconnectedness Funambulist
Cartografiar las interdependencias nucleares / Mapa de Léopold Lambert para este número (2025).

La idea surgió en junio de 2024, exactamente a 8,000 kilómetros de Nagasaki, en el territorio del Jefe Drygreese, Tratado 8, tierra de la nación Dené Yellowknives, y lo que la colonia de ocupación canadiense denomina Territorios del Noroeste. Junto a un grupo de activistas y escritores de Turtle Island, Australia, Hawai’i y Palestina, tuve la suerte y el honor de ser generosamente invitado a Denendeh (país Dené) por el académico Dené Glen Sean Coulthard, la académica Michi Saagiig Nishnaabeg, Leanne Betasamosake Simpson, y la directora ejecutiva del Centro Dechinta para la Investigación y el Aprendizaje, Kelsey Wrightson. Juntes, pasamos una semana en el territorio, reagrupándonos en medio de las terribles noticias que llegaban de Gaza y Sudán, aprendiendo de las personas mayores Dené y reflexionando sobre los distintos niveles de solidaridad con los que podemos comprometernos. En su bienvenida a Denendeh, alrededor de una fogata, Glen nos compartió un resumen histórico de la resistencia Dené al colonialismo canadiense. Un resumen similar se puede encontrar en su importante libro Red Skin, White Masks (2014), que yo había leído años atrás. Sin embargo, una cosa es leer las palabras impresas en la lejanía de un hogar parisino y otra muy distinta escucharlas pronunciadas por la voz inconfundible de Glen, en la tierra que alberga esta historia. Me impactó especialmente cuando mencionó que una delegación Dené de Port Radium —a unos 400 kilómetros al norte de donde nos encontrábamos— había visitado Hiroshima en 1998 para pedir perdón oficialmente a les habitantes de la ciudad por el papel que elles y sus tierras habían desempeñado en el bombardeo nuclear.

En la década de 1940, las autoridades canadienses contrataron a trabajadores Dené Sahtu para extraer uranio de sus propias tierras en la mina de Port Radium. El elemento radiactivo fue transportado a la región de Tewa, en Los Álamos, para proporcionar un componente esencial del Proyecto Manhattan de Estados Unidos. Parte del uranio de Denendeh, junto con una cantidad mayor procedente de Katanga, en el sur de lo que entonces era el Congo Belga, formó parte de la bomba que destruyó Hiroshima y asesinó a más de 150,000 habitantes de la ciudad el 6 de agosto de 1945. Les Dené Sahtu —elles mismes sufriendo los efectos nocivos, y a veces mortales, de la radiactividad del uranio que habían extraído sin la protección adecuada— comprendieron que tanto su trabajo como su tierra habían formado parte de esta máquina de muerte. Con este espíritu, su delegación viajó a Hiroshima en 1998 para pedir perdón. La profunda interconexión que revela esta comprensión de la causalidad, por lejana que sea, entre el trabajo de una comunidad y parte de su tierra y la destrucción de una ciudad al otro lado del planeta, es el tema de este número. Agradezco a Glen que haya aceptado escribir la contribución central de este número, que pueden leer en las páginas siguientes.

Volviendo a esta interconexión, debemos preguntarnos: ¿cuál es la obligación que la delegación Dené formalizó con su disculpa? Sin duda, no es una obligación moral. Es probable que sea obvio que se podría haber utilizado el trabajo de otro grupo y, tal vez en menor medida, se podría haber extraído otra tierra para fabricar la bomba de uranio. La Nación Dené y su tierra bajo la soberanía colonial canadiense no son responsables de la muerte de más de 150,000 personas. Esta obligación es, en mi opinión, material: una sintonía cuidadosa y seria con la conexión causal entre dos geografías aparentemente distantes y sus pueblos. En cierto modo, esta obligación es una forma de enseñar lo que hace el imperialismo. En su ambición por controlar, e incluso dominar, territorios y naciones a escala global, el imperialismo produce un conjunto de relaciones entre estos territorios y naciones de todo el mundo. Las relaciones descritas en este número son en su mayoría ejemplares por la forma en que los pueblos Indígenas y sus tierras se ven obligados, con distintos grados de coacción, a participar en el funcionamiento de la maquinaria imperial. Sin embargo, la producción imperial de estas relaciones también significa que pueden convertirse en circuitos de solidaridad entre los pueblos.

Este número examina algunas de estas relaciones que trazan parcialmente una cartografía global del imperialismo estadounidense. En esta cartografía, Katanga y Denendeh, citados anteriormente en el contexto de la extracción de uranio, ilustran la complicidad de los estados coloniales belga y canadiense (este último, una colonia de ocupación europea). En el corazón de la colonia de ocupación estadounidense, el Proyecto Manhattan —cuyo solo nombre evoca el robo colonial de las tierras de les Lenape— se desplegó en las tierras de los Tewa, en el llamado «Nuevo México». Como señala Jennifer Marley en su conversación con Sabu Kohso, el Laboratorio Nacional de Los Álamos y los diversos bombardeos nucleares de la zona para probar la nueva arma tuvieron un impacto mortal en las tierras de les Indígenas Pueblo, en una continuidad de despojo por parte de los colonialismos español y estadounidense.

El número también moviliza dos geografías Indígenas de Oceanía, Hawai’i y las islas Chamorro Marianas, convertidas en armas por el ejército estadounidense tras su ocupación en 1898. Los aviones que partieron hacia el sur de Japón para lanzar las dos bombas salieron precisamente de Guåhan (Guam) y Tinian, dos de las tres islas Chamorro más meridionales. Como describe Kia Quichocho en su texto, los años siguientes también impactaron a las islas situadas a sotavento [en dirección del viento, downwind] de los bombardeos nucleares estadounidenses (presentados como «pruebas») en las Islas Marshall y en Micronesia. El impacto en la salud del pueblo de Guåhan fue mortal. En cuanto a Hawai’i, el núcleo central de la infraestructura militar estadounidense en Oceanía, las personas Kanaka Maoli pudieron comprobar hasta qué punto la ocupación estadounidense de sus islas las ponía en peligro cuando la aviación japonesa atacó Pearl Harbor, en Oahu, el 7 de diciembre de 1941. En este texto, Jonathan K. Osorio reflexiona sobre la interconexión que el militarismo estadounidense creó entre Hawai’i y Japón, así como, más tarde, entre muchas otras geografías sometidas a él.

Antes de concluir, es importante destacar que el propio Japón era un imperio en 1945, uno que estaba perdiendo la Guerra del Pacífico, pero que en los años anteriores había colonizado Ainu Mosir (también conocido como Hokkaido, 1869), el reino de Ryukyu (también conocido como Okinawa, 1874), Taiwán (1895), Corea (1910), Yap (1914), Palau (1914) y Manchuria (1932), una ocupación imperial de las llamadas «regiones interiores» de Mongolia, vastas regiones del noreste de China y zonas costeras del sur, la llamada Indochina (Vietnam, Laos y Camboya), Tailandia, Birmania, Singapur, Filipinas, Guåhan, Nauru, la parte norte de la isla de Papúa, así como lo que más tarde se convertiría en Malasia, Indonesia, Brunei y Timor Oriental. La derrota definitiva de este imperio supuso la liberación de los pueblos que vivían bajo su dominio, al menos en lo que respecta a las personas chinas, filipinas, tailandesas, birmanas e indonesias, no necesariamente para las otras. Las islas Ryukyu y gran parte de Ainu Mosir permanecieron bajo soberanía japonesa (aunque algunas islas Ainu fueron cedidas a la Unión Soviética, lo que provocó el desplazamiento de muchos de sus habitantes a Hokkaido). Timor Oriental y Papúa Occidental fueron ocupados después de la independencia de Indonesia, mientras que Papúa Nueva Guinea sufrió la ocupación australiana. Les taiwaneses pronto verían cómo las fuerzas del Kuomintang de Chiang Kai-shek invadían la isla e imponían una ley marcial; Yap y Palau quedaron bajo administración estadounidense; Guåhan volvió a ser ocupado por Estados Unidos. En el norte de Borneo y en Malasia comenzaron una lucha de liberación contra los colonialismos de Países Bajos y de Reino Unido, respectivamente; Vietnam, Camboya y Laos iniciaron una guerra victoriosa de ocho años contra el regreso de las tropas coloniales francesas a su territorio. Por último, como discutimos con Christine Hong en este número, Corea no pudo recuperar su soberanía debido a la ocupación estadounidense de la parte sur de la península menos de un mes después del bombardeo nuclear de Nagasaki. Esta ocupación condujo al inicio de la guerra en 1950 y a la cristalización de la separación mortal entre el Norte y el Sur.

Durante la Segunda Guerra Mundial, el Imperio japonés desplazó a unas 750,000 personas coreanas colonizadas y las obligó a trabajar en diversos lugares del archipiélago. Unas 30,000 de ellas murieron en el incendio nuclear de las bombas de Hiroshima y Nagasaki, como nos recuerda Lisa Yoneyama en su texto. Un número menor, pero significativo, de trabajadores chinos habían sido desplazados por la fuerza de forma similar, y alrededor de mil de ellos trabajaban en las minas de Nagasaki, la más famosa de las cuales era Hashima, que albergaba a toda una ciudad minera en un islote frente a la costa de la ciudad. Treinta y dos de ellos fueron asesinados por la bomba de plutonio del 9 de agosto de 1945. Por consiguiente, este número es bastante intencional en su esfuerzo por evitar designar a las víctimas de las dos bombas como personas japonesas, sino más bien como residentes de las dos ciudades destruidas, sin distinción de nacionalidad.

Clock Nagasaki Funambulist
El tiempo se detuvo a las 10:58 del 9 de agosto de 1945 en Nagasaki / Foto de Kuremo (Museo de la Bomba Atómica de Nagasaki, 2021).

Como se ilustra a lo largo de este número, los dos bombardeos nucleares sobre Hiroshima y Nagasaki que conmemoramos hoy tuvieron un profundo impacto en muchas geografías y pueblos más allá de los cientos de miles de personas asesinadas por las explosiones. Como se ha argumentado a menudo, también crearon una nueva jurisprudencia de posible aniquilación global; pero es fundamental añadir a esta posibilidad que constituyó a la Teoría de la Disuasión —fundamental en la dinámica geopolítica de la Guerra Fría— los bombardeos de tierras y mares Indígenas a lo largo del medio siglo que siguió a estos dos crímenes fundacionales. Como ya comentamos en nuestros números The Ocean (número 39, enero-febrero de 2022) y The Desert (número 44, noviembre-diciembre de 2022), Estados Unidos bombardeó numerosas tierras Indígenas en las regiones suroccidentales de la colonia de ocupación, en las Islas Marshall y otros lugares del océano Pacífico, en el Atlántico Sur y en Alaska. Más tarde, la Unión Soviética siguió sus pasos y bombardeó varias regiones de Siberia, Kazajistán, Turkmenistán, Uzbekistán y Ucrania; Gran Bretaña, el desierto australiano y la isla Christmas; Francia, el Sáhara argelino y los atolones polinesios de Moruroa y Fangataufa; la República Popular China, la región Uigur; India, Rajastán; Pakistán, Baluchistán; e Israel, el desierto palestino del Naqab. Los efectos radiactivos de estos cientos de explosiones nucleares no son solo parte de una «aniquilación global potencial», sino que aún son medibles en el territorio mismo, así como en el deterioro de la salud de numerosos pueblos Indígenas situados a sotavento.

En esta cartografía parcial del imperialismo estadounidense, centrada en los bombardeos nucleares sobre Hiroshima y Nagasaki, este número intenta revelar los vínculos de interconexión ya existentes entre geografías y pueblos lejanos —muy similares a la obra de Roger Peet que aparece en la portada— que pueden convertirse en circuitos de solidaridad contra estas estructuras imperiales. Espero que, en medio de la violencia colonial y la devastación de la guerra descritas en las siguientes contribuciones, se hagan visibles estos potenciales puentes de solidaridad. ¡Buena lectura! ■